Y eso, ¿para qué sirve?; La pregunta más frecuente relativa a la ciencia




Es muy posible que un alto porcentaje de científicos, cuando se ha molestado en explicar fuera de su ámbito laboral los asuntos sobre los que investiga, se haya visto enfrentado a esta insidiosa pregunta más de una vez: Y eso… ¿para qué sirve?, espetada en muchas ocasiones con un despectivo tono de sorna inspirada en la previa convicción de que dedicar dinero y tiempo a “eso” es un mero desperdicio.
La pregunta resume una actitud de menosprecio hacia la ciencia qu
e es particularmente notoria en nuestro país, donde se puede calificar de endémica y permea todos los estratos socioeconómicos y culturales desde la base hasta la cúpula política de turno y sin distinción de signo. Nadie, a lo largo y ancho de la estructura social, parece concebir que “eso”, la ciencia, entendida a escala general, sirva para algo. Hasta la revista Nature ha dedicado recientemente un artículo (http://news.sciencemag.org/europe/2014/07/spain-needs-major-cultural-change-do-better-science-international-panel-says) al estado del sistema científico español, en el que un grupo de expertos internacional concluye que sería necesario un “gran cambio cultural para hacer mejor ciencia”; una sugerencia que debería ser agradecida y atendida, lo que no parece probable que suceda porque ni siquiera existe una conciencia previa de que sea necesario “hacer ciencia”, ni mejor ni peor. En el más favorable de los casos se admira cualquier actividad investigadora si conduce de forma inmediata a la obtención de una aplicación práctica que mejore cualquier aspecto de nuestra vida, pero todo lo que no la tenga se considera automáticamente como un caro entretenimiento. Incluso los divulgadores científicos suelen asumir este criterio y, a menudo, se sienten en la obligación de justificar los asuntos científicos que difunden mediante la mención a los supuestos beneficios que el desarrollo de su investigación reportará a bote pronto. Es común, por recurrir a un caso especialmente notorio, que un destacado porcentaje de noticias referidas a avances en materia de citología o fisiología se rematen con la promesa (en muchas ocasiones traída por los pelos) de una inminente aplicación a la cura o el tratamiento del cáncer, el alzheimer o cualquier otra enfermedad cuanto más terrible mejor, por más remota que tal aplicación, si la hubiere, pudiera resultar.
Las disciplinas citadas se libran mediante este artificio del fastidioso escrutinio, otras sencillamente suelen caer lejos del conocimiento general y ni siquiera son consideradas pero algunos campos como por ejemplo la exploración espacial, que gracias a sus aspectos más espectaculares encuentra cierto eco en los medios de comunicación, es una actividad que, tras el pasmo inicial que sus actividades pueden llegar a causar en la opinión pública, es percibida finalmente como una serie de alardes tecnológicos caprichosos que se resuelven en su propia ejecución, para la cual es necesario invertir cantidades “astronómicas” de dinero; un despilfarro injustificable al que habría que anteponer innumerables prioridades.
Esta es una postura cuando menos absurda, por no decir aberrante, fruto de una concepción instrumental que sólo contribuye a empobrecer la ciencia con graves consecuencias y que puede ponerse en evidencia con un sencillo ejercicio de recapacitación histórica: cuando Coulomb, Volta o Galvani afrontaron el estudio de los fenómenos eléctricos en el siglo XVIII no lo hicieron con la intención previa y clara de establecer al cabo extensas redes de suministro energético para las poblaciones humanas, que sólo empezarían a desarrollarse un siglo después de sus trabajos; lo hicieron por el mero afán, humano dónde los haya, de comprender un fenómeno natural conocido desde la antigüedad. Cabe plantearse qué habría ocurrido si, en aquel momento, alguien hubiera cuestionado su dedicación con la interrogación de marras (y eso, ¿para qué sirve?) que tampoco tenía una contestación satisfactoria entonces. Y este es sólo uno de multitud de casos similares que se podrían relacionar.
Bajando hasta el mismo nivel de impertinencia en el que normalmente se sitúa quién la formula, se podría contestar que tampoco parece muy útil, por poner un ejemplo facilón, pagarle a un joven varias decenas de millones de euros (de los que, no nos engañemos, los ciudadanos aportamos al final una buena parte) para que exhiba sus habilidades jugando a la pelota los fines de semana, y nadie suele formularse la pregunta en relación a este asunto. Pero bueno, esto sería plantear una disputa vana en términos tabernarios poco acordes a la enjundia de la cuestión de fondo. Y además, hay que señalar que las aplicaciones y beneficios derivados de la actividad científica siempre acaban llegando, si bien de una forma imprevisible; quizá no inmediata ni directa en muchos casos (en los que acaban llegando a través de las intrincadas relaciones con el desarrollo tecnológico), pero que acaba verificándose antes o después y de un modo u otro. Por lo tanto, estos beneficios inmediatos no deben constituir ni la base ni el horizonte de la actividad científica en ningún caso, porque corresponden a un punto de vista miope y mezquino. En este sentido y retomando el asunto de la exploración espacial que se ha traído como ejemplo, se pueden alegar a bote pronto una serie de “paraqués” que podrían contestar la pregunta. De entrada, el gasto relativamente elevado que supone la puesta en marcha de una misión en este campo, no repercute en una persona y su estrecho círculo de adláteres, como sucede en el caso de determinado juego de pelota por todos conocido y de cuyo nombre no es necesario acordarse, sino que se invierte en gran medida en sufragar el trabajo de cientos de personas dedicadas a su ejecución. Gran parte de este trabajo, al menos en las etapas previas, consiste en la búsqueda soluciones innovadoras a problemas tecnológicos que se plantean para su desarrollo; ésto ya abre un extenso campo de posibilidades “prácticas” que pueden ser explotadas a renglón seguido. Pero además incrementará el conocimiento de nuestro entorno más amplio, que será fundamental para comprender mejor los procesos que tienen lugar en nuestro planeta y los mecanismos que determinarán su evolución, un conocimiento que quizá no nos interese como individuos, pero que desde luego nos incumbe como miembros de la especie. Lo mismo se podría argumentar en relación a cualquier otra disciplina o campo de investigación, desde las matemáticas a las ciencias del sistema tierra, desde la biología a la física teórica. Las miras de la ciencia son amplias y profundas, y el mundo en el que vivimos ha sido configurado en gran medida por la ciencia, como es fácil deducir del más somero repaso a la historia de la humanidad.
Así que, más ciencia por favor. Hagamos ciencia, pero no para nada en concreto aparte de para saber por qué, para saber cómo, para saber más… Lo demás vendrá detrás irremisiblemente.

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